Tres lenguas se disputan el espacio de la cultura americana en el primer siglo de su independencia de las metrópolis: el español, el inglés y el portugués.

Por extensión y diversidad, las dos primeras configuraron el fenómeno más representativo de las letras continentales; el portugués, delimitado al ámbito de Brasil, consiguió a su vez crear un espacio en cierto sentido autónomo de la herencia europea.

La diferente trayectoria americana del español y del inglés se hace patente cuando se comparan entre sí los proyectos literarios norteamericanos e hispanoamericanos, tan diversos como lo fueran sus propios procesos de independencia, la relación que tuvieron con sus respectivas metrópolis, y lo que estas aportaron durante el desarrollo de las múltiples identidades nacionales.

Literaturas americanas del siglo XIX

Lo que en los Estados Unidos es una evolución sin ruptura, cuya diversidad es menos cultural que de experiencia, en Hispanoamérica es un choque violento contra un sistema caduco: la literatura es hija allí del pensamiento de la Revolución Francesa y la restauración de Fernando VII en el trono de España no hará mas que ahondar el abismo entre ambas concepciones culturales y políticas.

Otra diferencia esencial es que en los Estados Unidos la literatura nace un poco a medida de la nueva nación, al servicio de sus expectativas y necesidades, es tanto que en Hispanoamérica cumple aproximadamente con las etapas estéticas del modelo europeo, con una primera parte heredera del neoclasicismo del XVIII y una segunda más romántica, hasta desembocar en el gran movimiento modernista.

LA HISPANOAMÉRICA NEOCLÁSICA

Además de sus similitudes estéticas con el neoclasicismo europeo en general, el hispanoamericana se caracterizó por una exaltación lírica y a menudo panteísta de las grandezas del nuevo mundo, matizada por el rigor y el talante sistematizador del iluminismo francés. La figura paradigmática del movimiento fue el erudito y polígrafo venezolano Andrés Bello (1781-1865), maestro del libertador Simón Bolívar, autor de grandiosos poemas como la célebre Silva a la agricultura de la zona tórrida, pero también de trabajos de investigación y jurisprudencia, como una historia de Venezuela o el Código Civil de Chile, y sobre todo de dos monumentales aportes a la normativa lingüística española (Análisis ideológico de los tiempos de la conjugación castellana, 1841; Gramática de la lengua castellana, 1847), que le valieron ser considerado uno de los intelectuales más importantes de la primera mitad del siglo XIX hispánico.

Por lo que hace a la poesía, el nombre más destacable es el ecuatoriano José Joaquín de Olmedo (1780-1847),

sobre todo por sus producciones épicas (La victoria de Junín; Oda al general Flores, vencedor de Miñarica) y sus versiones de los clásicos, así como entre los novelistas sobresale el mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), cumbre de la picaresca americana, de intención satírica y didáctica, con títulos como La Quijotita y su prima, Don Catrín de la Fachenda y el Periquillo Sarniento (1830), libro por el que se le considera el verdadero precursor de la novela hispanoamericana.

El más inmediato seguidor de Lizardi fue el guatemalteco Antonio José de Irisarri (1786-1868), autor de diversas obras de corte picaresca entre las que sobresale Historia del perínclito Don epaminondas del Cauca.

LOS ROMÁNTICOS

Las dos figuras que ponen en movimiento la revolución romántica en Hispanoamérica son el cubano José María de Heredia y el argentino Esteban Echeverría. Heredia fue un genio que a los ocho años traducía a Horacio, a los quince cursaba la carrera de derecho y a los diecisiete escribió En el teocalli de Cholula, poema que inaugura el romanticismo en el continente. Echeverría, por su parte, a la manera de lord Byron, fue un literario que llevó el ideal romántico a su vida, ya que encabezó el grupo de «los proscritos» que desde Montevideo combatieron la tiranía de Juan Manuel de Rosas. Su obra poética (Elvira o la novia del Plata, Los consuelos y las rimas, que incluye el famoso poema narrativo La cautiva) es el primer ejemplo  castellano de los postulados del romanticismo francés y, culmina con su vigorosa novela corta El matadero (1838), punto de partida del realismo rioplatense.

Entre los prosistas románticos sobresalen Juan Bautista Alberdi, Juan María Gutiérrez, Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento, que mantuvieron la doble actitud política y creativa de su maestro, hasta el extremo de que el primero fue autor de las Bases para la constitución argentina y, los dos últimos llegaron a la presidencia de la república. Gutiérrez fue poeta, narrador y más que nada crítico literario, y Mitre fue un incansable polígrafo que cultivó todos los géneros, sobresaliendo como historiador (Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, 1887). Pero la gran figura literaria del grupo fue Sarmiento, a quien se le deben el ensayo novelado Facundo: civilización y barbarie (1845), las bellas memorias Recuerdos de provincia (1850) o la conmovedora Vida de Dominguito (1885).

Dos obras maestras constituyen la culminación del romanticismo en la novela sudamericana: María (1867), del colombiano Jorge Isaacs y Amalia (1855) del argentino José Mármol. En la segunda generación romántica, ya bajo la influencia del realismo balzaciano, sobresale el chileno Alberto Blest Gana que intentó una suerte de «comedia humana» de la sociedad santiaguina de su tiempo.

En el aspecto épico-narrativo, la poesía romántica aportó la culminación del género gauchesco, con la obra de dos escritores argentinos: Hilario Ascasubi, autor de Santos Vega (1872) y sobre todo José Hernández, cuyo mítico Martín Fierro (en dos partes publicadas en 1872 y 1879) mereció ser llamado «la Biblia gaucha» y se convirtió en el poema más popular del siglo XIX hispanoamericano. Por lo que hace a la poesía lírica de la época, hay que citar al mexicano Manuel Acuña, al colombiano Rafael Pombo y al argentino Olegario Víctor Andrade. Mención aparte merecen dos ensayistas: el portorriqueño Eugenio María de Hostos y en especial el ecuatoriano Juan Montalvo, autor de Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1885), una de las cumbres estilísticas del castellano del siglo XIX.

LA LITERATURA FUNDACIONAL

Tanto en el misticismo democrático de Walt Whitman, como en el análisis de Hawthorne sobre el comportamiento de los puritanos de Nueva Inglaterra o en la llamada literatura de frontera, que incluyó la épica de la colonización de los territorios de los flamantes Estados Unidos, hay un elemento en común: los escritores norteamericanos del siglo XIX son conscientes de estar fundando un país y un estilo de vida; de ser en buena medida los responsables de una concepción inédita de la nacionalidad, que reclamaba de ellos sus señas de identidad. Por esto, en la literatura decimonónica de EUA no puede hablarse de corrientes como el neoclasicismo o el romanticismo sino más bien de autores.

Washington Irving y James Fenimore Cooper son los máximos representantes de la corriente literaria que descubrió «la frontera», como límite y al mismo tiempo posibilidad de interminable expansión del país que nacía. El primero la buscó en el exterior (desde su inglés Libro de los bocetos a su español Cuentos de la Alhambra), anticipando la Babel inmigratoria que seria su patria, mientras que Cooper, hijo de un rico colono y criado en contacto con la agonizante América indígena, extrajo de su experiencia un ciclo novelesco que culminaría en la famosísima El último mohicano  (1826), y en el que exupuso la oposición entre inocencia y experiencia, entre salvajismo y civilización, acertando con el diagnóstico que compartían ya por entonces la mayor parte de sus compatriotas.

Los llamados escritores trascendentalistas, representantes del romanticismo a la americana, son principalmente tres: Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau y Nathaniel Hawthorne. Emerson es el pensador por excelencia de la literatura estadounidense, y su vasta obra ensayística (Método de la naturaleza y el hombre reformado, La conducta de la vida, Soledad y sociedad) parte del unitarismo protestante para desembocar en un panteísmo épico que obtuvo numerosos adeptos. Thoreau, en cambio, es más bien un político radical cuyo pensamiento (La desobediencia civil, 1840) anticipa varias corrientes del siglo XX, sobre todo la resistencia pasiva a la manera de Gandhi y el movimiento ecologista. Hawthorne es el más literario de los tres, como lo demuestran sus magníficas novelas La letra escarlata (1850), La casa de los siete altillos (1851) o El fauno de mármol (1860).

POETAS Y NOVELISTAS

Inclasificables, como no sea por los géneros que practicaron, son los seis grandes escritores que completan la primera plana de la literatura estadounidense del siglo XIX: los poetas Walt Witman y Emily Dickson, los novelistas Herman Melville, Mark Twain y Henry James y el poeta, narrador y crítico Edgar Allan Poe.

Claro heredero del romanticismo, en cuanto a su fascinación por lo macabro, Poe reelabora esta herencia de manera netamente personal, tanto en su poesía (El cuervo y otros poemas, 1845) como en sus relatos (Narraciones extraordinarias, 1840 y 1845), por alguno de los cuales se le considera el precursor de la novela policíaca. De poco o ningún éxito entre sus compatriotas, su estética marcó profundamente a los simbolistas (Baudelaire, Mallarmé) y modernistas (Rubén Darío) que le continuaron. Todo lo contrario es el caso de Whitman, cuyo único libro (Hojas de hierba, aumentado y corregido en cada una de las nueve ediciones que publicó, entre 1855 y 1892) comenzó provocando el furor de puritanos y conservadores, hasta convertirse paulatinamente en la Biblia de la poesía norteamericana, unánimemente alabada y reconocida por todos los sectores. Por lo que respecta a Emily Dickinson, su gloria y la mayor parte de sus publicaciones fueron póstumas, ya que en vida sólo vio impresos un par de poemas, que luego formarían parte de El lebrel solitario (1914), punto de arranque del inmenso prestigio de que ha gozado desde entonces.

Algo parecido le ocurrió a Herman Melville, cuya formidable Moby Dick o la ballena blanca (1851), cumbre novelística del siglo XIX estadounidense, fue recibida con una frialdad que le obligó a refugiarse durante veinte años en un empleo administrativo en la aduana de Nueva York, mientras continuaba escribiendo una obra (Benito Cereno, Billy Budd, Diario de más allá de los estrechos) que se editó y apreció mayoritariamente después de su muerte. Mayor fortuna tuvo Mark Twain, quien desde su juventud fue un periodista y narrador de éxito, que acabó de consagrarse con títulos como Las aventuras de Tom Sawyer, Vida en el Mississippi o Las aventuras de Huckleberry Finn (1884), considerada su obra maestra. En las antípodas del humor socarrón y el lenguaje coloquial de Twain hay que situar la narrativa psicologista e imtrospectiva de Henry James, una de las más importantes de lengua inglesa en la transición entre siglos, desde Retrato de una dama (1881) hasta la profunda densidad de sus títulos de madurez (Otra vuelta de tuerca, Las alas de la paloma, Los embajadores, La urna dorada), escritos entre 1897 y 1904.

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Editado en Alicante por Eva María Galán Sempere
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