Una característica singular desmarca el teatro de la presente centuria del que se practicó en cualquier otra época en Occidente, incluyendo el «siglo de Pericles» en el que florecieron los clásicos griegos.

Por primera vez el centro de atracción del espectáculo se desplaza del dramaturgo para ubicarse en la figura hasta entonces poco menos que irrelevante del director escénico.

Y esto ocurre no tanto porque de repente se haga justicia a un personaje ambiguo (los autores, y con más frecuencia los propios «divos» de las compañías, hacían las veces de coordinadores de las obras, casi siempre para acomodarlas a su propio lucimiento) sino porque la puesta en escena se convierte en la verdadera protagonista del hecho teatral, y en el proceso va requiriendo de individuos cada vez más especializados para solucionar sus crecientes exigencias.

En otras palabras, la revolución teatral del siglo XX es una reflexión sobre la naturaleza misma del teatro, merced a la cual la dramaturgia deja de ser un género de la literatura para convertirse en soporte de la puesta en escena. Como corolario surgirá la figura del hombre de teatro que en ocasiones (Berltolt Brecht, Antonin Artaud) es a un tiempo dramaturgo, director escénico y pedagogo en un específico método de interpretación por él creado.

Aunque el proceso de valorización de la puesta en escena será fruto, en buena medida, de una reacción ante los excesos del naturalismo, precisamente durante el apogeo de esta corriente estética produce su primera manifestación en la figura de André Antoine (1858-1943), fundador en 1887 del Théâtre Libre y discípulo de Émile Zola que para acentuar la naturalidad de sus espectáculos sustituyó la utilería convencional por elementos «vivos». Sus seguidores – Jacques Copeau, Charles Dullin, Lugné-Poe, Serge Pitoëff, Gastón Baty o Louis Jouvet – fueron más sutiles y constituyeron la deslumbrante avanzada de la mise-en-scène francesa de las primeras décadas del siglo.

EL OMNIPRESENTE MÉTODO

Desde fines del siglo XIX hasta los primeros años posteriores al triunfo de la revolución bolchevique, Rusia fue uno de los grandes laboratorios teatrales de Europa, con propuestas que fueron del naturalismo del V.I. Nemírovich-Dánchenko al audaz constructivismo de Vsévolod Meyerhold. Pero la figura más universal de este movimiento fue Konstantin Serguéievich Stanlislavski (1863-1938), cuyo encuentro con la dramaturgia de Anton Chéjov, en el Teatro de Arte de Moscú, fue determinante para la creación de su famoso método de interpretación, en el que siguió trabajando toda la vida y que dejó plasmado en su libro póstumo Un actor se prepara. Tras la revolución de octubre, discípulos de Stanislavski llevaron el método a diversos países de Europa y América, donde arraigó sobre todo en Estados Unidos, influyendo poderosamente en su literatura dramática y en la formación de intérpretes, a través de centros tan prestigiosos como el Actor’s Studio, de LEe Strasberg y Elia Kazan.

Desde el punto de vista de la dramaturgia, el gran teatro norteamericano del siglo nace con la obra de Eugene O’Neill (1888-1953), cuya polifacética figura llena la escena estadounidense sobre todo en el periodo de entreguerras. Organizador del Greenwich Village Theatre, se le considera el creador del drama específicamente americano (El emperador Jones, El mono velludo, Todos los hijos de Dios tienen alas, Desde bajo los olmos, Extraño interludio y, sobre todo, en la trilogía El luto le sienta bien a Electra y en la póstuma Largo viaje de un día hacia la noche), por su extraordinaria capacidad para recrear los grandes temas clásicos en un lenguaje contemporáneo.

Los dos grandes herederos de O’Neill, por senderos absolutamente divergentes, fueron Tennessee Williams (1911-1983; El zoo de cristal, Un tranvía llamado deseo, La gata sobre el tejado de zinc), exponente de un psicologismo freudiano y de gran intensidad lírica, y Arthur Miller (1915: La muerte de un viajante, Panorama desde el puente, Las brujas de Salem), que representa la corriente de mayor contenido social e incluso de denuncia política. Entre las nuevas generaciones sobresale la obra de Eduard Albee (1928: Historia del zoo, ¿Quién teme a Virginia Woolf?) que, no obstante, ha permanecido en silencio en los últimos años.

EL CASO ALEMÁN

Tanto por lo que hace a la evolución de su dramaturgia como, sobre todo, al significativo aporte que ha hecho al desarrollo de la puesta en escena, el teatro alemán es uno de los más interesantes del siglo XX. Sus primeras manifestaciones corresponden a los años inmediatamente anteriores a la primera guerra mundial, cuando el expresionismo tomó por asalto también la escena, con sus historias sombrías y la violencia cromática de su radical concepción del espacio. No obstante, el periodo central de la influencia expresionista hay que ubicarlo en los años de la primera posguerra (1919-1924), con los descollantes aportes de Georg Kaiser (1878-1945: Del amanecer a medianoche, Gas, El incendio de la ópera, La huida a Venecia) y Ernst Toller (1893-1939: Hombre masa, Los destructores de máquinas, ¡Hurra, vivimos!).

El comienzo de lo que sería el apogeo de nazismo tuvo como consecuencia el declive de los expresionistas y los artistas alemanes comenzaron a buscar un compromiso social y político que se manifestase claramente contra el avance del irracionalismo. En el terreno dramático, el resultado de esta actitud fue la creación del llamado «teatro épico», en el que sobresalieron Max Reihardt (1873-1943), el mayor sintetizador de los logros del expresionismo, y sobre todo Erwin Piscator (1893-1966), verdadero fundador del teatro político y precursor del didáctico que, a partir de 1924, desarrolló en la sala del Volksbühne un repertorio de carácter netamente proletario. Las enseñanzas de Piscator culminarían en la obra de su principal discípulo Bertolt Brecht (1898-1956), una de las máximas figuras teatrales del siglo XX. Dramaturgo, poeta, director escénico y pedagogo, Brecht es uno de los más acabados ejemplos de hombre de teatro total que se pueda mencionar. Comenzó su trayectoria con cuatro obras de juventud (Baal, Tambores en la noche, En la selva de las ciudades, Hombre por hombre), ya singulares pese a su carácter todavía anarquizante y expresionista. Su encuentro con el músico Kurt Weill, con cuya colaboración escribió y puso en escena dos piezas revolucionarias (La ópera de cuatro cuartos, Grandeza y decadencia de la ciudad de Mahagonny), a fines de los años veinte, marca su inicial concepción del teatro épico como una suerte de musical político y didáctico, que explicitaría más tarde en su Pequeño órgano para el teatro (1948). No obstante, su primera obra maestra (Santa Juana de los mataderos) es de 1932, un año antes de la llegada de Hitler al poder y del consiguiente exilio de Brecht a Dinamarca, donde escribió Los fusiles de la señora Carrar, Galileo Galilei, La buena persona de Sezuan, Madre coraje y sus hijos y sus obras específicamente antinazis (Terror y miseria del Tercer Reich, Cabezas redondas y cabezas puntiagudas). En 1939 pasó a Suecia y de ahí a Finlandia, antes de emigrar a Estados Unidos, perseguido por la guerra donde permaneció hasta 1947, colaborando con el director Fritz Lang. De esos años son El señor Puntila y su criado Matti y La increíble ascensión de Arturo Ui. En 1948 fijó definitivamente su residencia en Berlín Oriental, donde creó el célebre Berliner Ensemble, institución con la que pudo poner en práctica todas sus ideas dramáticas y para las que escribió algunas de sus mejores obras (El círculo de tiza caucasiano, Los días de la Comuna de París, Los negocios del señor Julio César). El aporte fundamental de Brecht es su concepto de la participación activa del espectador en el hecho teatral, que él resumía en su teoría del Verfremdungsef-fekt («efecto de extrañamiento o distancimiento). Tal efecto consistía en la ruptura de los elementos habituales del teatro (sorpresa del espectador, ilusión de realidad, efectos especiales), sustituyéndolos por una colaboración directa de éste en el proceso del espectáculo.

EL TEATRO DE LA CRUELDAD

Expulsado de las huestes del surrealismo por la radicalidad extrema de su propuesta individual, Antonin Artaud (1896-1948), poeta (El ombligo de los limbos, El pesa-nervios), ensayista (Viaje al país de los Tarahumaras, Van Gogh, el suicidado por la sociedad, Cartas desde Rodez), dramaturgo (El vientre quemado o la madre loca, Los Cenci), pero sobre todo actor, director y hombre de teatro total, encarna la tensión extrema y la propuesta más alta de la revolución escénica del siglo XX. Afectado desde la adolescencia por transtornos nerviosos Artaud padeció una vida de continuos sufrimientos y desarreglos, en la que sólo consiguió ejercer esporádicamente su vocación: su famosa interpretación del monje Massieu, en La pasión de Juana de Arco, de Carl Dreyer; sus puestas en escena de Paul Claudel, Máxim Gorki o August Strindberg, entre 1927 y 1929, la breve época en que pudo sufragar los gastos del Théâtre Alfred Jarry, que fundara con Roger Vitrac. Aunque no dejó nunca de escribir su búsqueda de un espacio vital no contaminado por la cultura y la civilización industrial lo llevó a diversos viajes (México, Irlanda) de los que volvió cada vez más deteriorado. Su intuición de un teatro trascendente y metafísico, recuperador de las liturgias primitivas y que implicará totalmente al espectador en una experiencia vital, quedó plasmada en el Manifiesto del teatro de la crueldad (1932), y sobre todo, en los diversos artículos que reunió bajo el título El teatro y su doble (1938). No obstante, el único ejemplo en vivo que corroboró para Artaud la validez de sus sospechas fue la visita a París de un grupo de teatro ritual balinés, del que se convirtió en fabuloso propagandista, durante la exposición colonial de 1931. Ignorado en su época y hasta bastante después de la muerte de su autor, El teatro y su doble fue redescubierto simultáneamente por diversos grupos que protagonizaron la vanguardia escénica del decenio de los sesenta.

EL TEATRO DEL ABSURDO

Esta denominación, inspirada en el existencialismo de Albert Camus, fue empleada por primera vez en 1961 por el crítico Martín Esslin para definir al grupo de dramaturgos contemporáneos cuya obra giraba precisamente en torno al absurdo de la condición humana. Puede considerarse quizá como precursor de esta corriente al italiano Luigi Pirandello (1867-1936), sin duda uno de los grandes dramaturgos del siglo y creador del efecto del «teatro dentro del teatro», aunque la diversidad y extensión de su obra (Seis personajes en busca de amor, Cada uno a su manera, Así es así os parece) o su importante aporte a la narrativa impide pronunciarse de una manera contundente. Se ha querido ver también antecedentes del absurdo en la obra de Alfred Jarry y en la de Jean Cocteau (1889-1963: Los padres terribles), aunque es igualmente difícil precisarlo por la profunda originalidad de los autores aludidos en el rótulo y por los diversos puntos de vista con los que se han aproximado a él.

El teatro del siglo XX: dramaturgos principales
Comparte en:
Etiquetado en:                                

Un pensamiento en “El teatro del siglo XX: dramaturgos principales

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

En calidad de Afiliado de Amazon, obtengo ingresos por las compras adscritas que cumplen los requisitos aplicables.
Editado en Alicante por Eva María Galán Sempere
Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos y para fines de afiliación y para mostrarte publicidad relacionada con sus preferencias en base a un perfil elaborado a partir de tus hábitos de navegación. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos.
Privacidad
Una mirada al mundo de las bibliotecas