Entrevista a Felipe Grisolía escritor

Felipe, naciste en 1944 y te formaste como arquitecto en la Universidad Nacional de Buenos Aires. ¿Cómo influyó tu formación como arquitecto en tu manera de ver el mundo y, posteriormente, en tu escritura? Mi formación me dio algunas herramientas que han influido en mi manera de mirar el mundo. La arquitectura enseña orden, análisis y una metodología que no se queda en lo meramente formal. Me enseñó a organizar ideas, a categorizarlas y, sobre todo, a entender que nada —ni un edificio ni un texto— nace solo con el correr de la pluma. Detrás de cada obra hay un proceso de análisis. Tanto en arquitectura como en literatura, el destinatario suele ser anónimo, y eso exige una gran atención para llegar al que está del otro lado: hay que imaginar qué sentirá quien viva o lea lo que tú haces. Esa búsqueda de la empatía forma parte de una metodología. Las musas, naturalmente existen ya que forman parte del mundo de cualquier creador, pero en mi caso no dependo de ellas.

¿Qué te motivó a dar el salto de la arquitectura a la literatura? ¿Fue una transición natural o un descubrimiento tardío? Fue un descubrimiento. Fue como abrir una puerta que siempre había estado entreabierta, porque yo escribí desde que tengo uso de razón. Eso sí: sin pretensiones; pequeños relatos, memorias, cuentos para amigos, poemas para momentos puntuales… Siempre fui el encargado de redactar la nota, ese poema de homenaje, ese texto de bienvenida, aunque sin pensar que podía tener algo más que un valor anecdótico. Quienes me rodeaban lo tenían más claro. Esto cambió en 2010, cuando un amigo ya desaparecido —José Ferrer Porter, hijo del gran escritor alicantino José Ferrer «Esclafit»— me animó a presentarme a un concurso. Lo acepté casi como un juego, y para mi sorpresa, gané el segundo premio. Ahí me picó el amor propio. Al año siguiente volví a participar en el mismo certamen y gané el primer premio con El puente de los poetas. Así que creo que sí; fue un descubrimiento tardío.

Has obtenido numerosos premios literarios, entre ellos el Primer Premio del Certamen José Ferrer (2012) y el Premio Vida y Salud Narrativa (2019). ¿Qué significado tienen para ti estos reconocimientos? El primer premio literario me llegó en un momento algo particular: estaba a punto de retirarme de la vida profesional, y esa circunstancia convirtió el reconocimiento en una especie de señal premonitoria. Yo solía decir: «quiero jubilarme porque tengo mucho que hacer». Pero lo decía porque me sentía con fuerzas y con ganas de hacer cosas nuevas. De modo que el premio llegó en el momento justo. A cierta edad, cuando muchos tienden a sentir que han llegado al final de su «vida útil», que se valore tu trabajo es una manera de recordarte que sigues vigente.

Has sido premiado y finalista en varias ediciones del Certamen Internacional de Poesía Jotabé. ¿Qué te atrajo de esta estructura poética tan particular? Antes de conocer el Jotabé, ya había hecho bastante poesía rimada, pero el resultado nunca me dejó satisfecho. En pleno siglo XXI, escribir con rima tradicional, cuando ya han pasado por ella los grandes clásicos de nuestra literatura, no me resultaba especialmente atractivo. Lo practicaba como un juego: alguna décima, algún romance, algún soneto… De modo que, cuando descubrí la estructura del Jotabé, quise probar. Se trataba de una rima compleja, nueva y sin precedentes. Era como empezar una nueva era de la poesía rimada, pero sin la sombra de los grandes poetas. Su creador, Juan Benito Rodríguez Manzanares, un dramaturgo y escritor valenciano de gran prestigio, me atrajo por el rigor formal de esta nueva composición. Era terreno virgen. Así que recogí el guante y me lancé a participar en los concursos que él mismo patrocinaba y en la modalidad más difícil. Otra vez tuve suerte. A partir de ahí seguí explorando la nueva rima y, como suele decirse, lo demás es historia.

¿Hay algún tema recurrente o una preocupación vital que atraviese tu obra narrativa y poética? No, no tengo un tema recurrente, pero sí ciertas inclinaciones naturales. Me gusta reinventar los recuerdos. Suelo escribir con cierta distorsión temporal que combina el surrealismo con el realismo mágico. Me interesa contar historias positivas, y procuro desmitificar la muerte. Trato de jugar con las sensaciones del lector, de dejar un eco, una inquietud que lo lleve a una segunda lectura. Me atraen los finales abiertos, esos en los que el que lee debe tomar partido. Me gusta más lo íntimo que lo social, pero no lo excluyo. En definitiva, intento mantener la mirada en todo lo humano, en lo sensible y en lo sorprendente.

¿Cómo es tu proceso creativo? ¿Empiezas con una imagen, una idea, una emoción…? Mi proceso creativo es bastante variado pero regular. Cualquier tema, acontecimiento o recuerdo puede ser el punto de partida. No me preocupa de dónde venga la chispa: lo importante es que encienda mis ganas de escribir sobre el tema, y cuando siento esa necesidad, simplemente escribo. Puede ser algo que se me ocurra o una sugerencia externa. Que la idea cuaje o se quede en el intento esa ya es otra historia. Tengo muchísimos textos que duermen en algún cajón. Porque no todos llegan a convertirse en obras interesantes, pero los que veo que se consolidan, los exprimo. En ese momento comienza el proceso técnico, casi como el de proyectar un edificio: le busco las posibilidades, le armo una estructura, ordeno las escenas como si fuesen ladrillos, y me pongo un objetivo, tratando de que adquieran entidad. Algunas veces no hay manera…, entonces lo dejo reposar hasta que me vuelven las ganas de retomarlo.

¿Qué autores o corrientes literarias han influido más en tu estilo y en tu forma de escribir? Todos los autores me aportan algo, tanto los buenos como los malos. De ambos se aprende: de unos, lo que se debe hacer; de otros, lo que se debe evitar. Pero si tuviera que nombrar a quienes más me han impactado, diría Vargas Llosa y Camilo José Cela por su idioma impecable, por su precisión y su elegancia. Y, por otro lado, mencionaría a juan Rulfo, García Márquez o Cortázar, por la potencia de su imaginación, y por la capacidad para saltarse los límites de lo real sin perder ni profundidad ni belleza. Me muevo entre el rigor del lenguaje y la libertad creativa, pero no me adscribo a una corriente literaria específica. Lo que más me preocupa es el equilibrio entre lo técnico y lo imaginativo, entre la estructura sólida y el vuelo poético.

¿Sigues escribiendo a diario o esperas a que llegue la inspiración? ¿Tienes alguna rutina o manía literaria? Sí, escribo todos los días. Dedico entre tres y cuatro horas diarias a la escritura, normalmente por la tarde, cuando baja el sol. Vivo en Alicante y el calor, junto con el reflejo de la luz, puede ser implacable, así que prefiero esperar a que la terraza —mi espacio de trabajo favorito— se vuelva habitable. El resto del tiempo lo dedico a la Asociación Alhistorias, a vivir, a conversar con mis amigos o con la familia, y a leer. Reconozco que soy bastante rutinario.

¿Crees que existe una conexión entre el acto de proyectar un edificio y el de construir un poema o un relato? Absolutamente sí. Proyectar un edificio y escribir un poema o un relato tienen mucho en común: en los dos casos hay que imaginar juntar datos y luego ir armando el rompecabezas paso a paso. Se parte de una idea, o de una necesidad, y se trabaja sobre eso con herramientas técnicas y emocionales. En ambos actos hay que pensar en el destinatario invisible, como ya dije antes. Como arquitecto aprendí a pensar en términos de espacio, equilibrio, ritmo y función, y eso se traslada a mi manera de escribir. Armar un relato, para mí, es como diseñar una estructura habitable: con cimientos, recorridos y una salida que, con suerte, sorprenda o conmueva.

¿Qué opinas del panorama actual de la literatura en español, especialmente en lo que respecta a los concursos literarios? Esta es una pregunta compleja. En primer lugar, habría que diferenciar entre escribir y hacer literatura, que no son la misma cosa, y luego entre los concursos organizados por gente del mundo intelectual —razonablemente desinteresados— y los del mundo editorial. El panorama actual está muy mercantilizado. Muchas veces lo que se premia no es la calidad literaria, sino el peso de algunos manuscritos que solo sirven para acumular papel. Pero dicho esto, yo sigo participando. Soy competitivo y los concursos literarios me ayudan a mantener las uñas afiladas. Normalmente, hago un ejercicio de fe.  Llámame inocente si quieres, pero a mis ochenta años todavía creo en la Humanidad y sé que la buena literatura seguirá encontrando caminos hacia los lectores, aunque tenga que abrirse paso entre mucha broza.

Además de los premios obtenidos, ¿hay alguna obra o texto personal al que le tengas especial cariño y por qué?  Dedicándome al relato, tengo muchos títulos que me son cercanos; algunos ocupan un lugar especial. El puente de los poetas y El ninot Nº 7 son importantes para mí, porque fueron los primeros en ser reconocidos por un tribunal de expertos y porque forman parte de mi primer libro: El puente de los poetas y otros relatos. Son textos que marcaron el inicio de mi nueva carrera. También hay otros como El libro de cuentas del viejo Fonseca, Il gabbiano o Al papá le pasa algo… que tienen cierto valor personal por la historia que cuentan o por el momento en que los escribí. Pero, más allá de esto, lo más gratificante de mi actividad es promover y coordinar antologías que dan visibilidad a escritores noveles.

¿Qué te gustaría que los lectores encontraran o sintieran al leer tus textos? Lo más importante es que recuerden lo que han leído. Me hace mucha ilusión cuando algún lector me escribe para hablarme de un final, para contarme lo qué habrían hecho si fueran el protagonista. Disfruto muchísimo con ese tipo de contactos. Hay quienes me han dicho que lloraron con El ninot Nº 7, o que necesitan una segunda parte de El puente de los poetas, o que el protagonista de Casi tocando el cielo debería mantenerse firme y no ceder ante el amor. Ese tipo de reacciones me estimulan. Porque no se trata solo de escribir, sino de provocar una respuesta; una reflexión, una emoción. Si un lector se queda con la historia después de cerrar el libro, aunque sea por un rato, siento que ya está: que mi trabajo ha cumplido su propósito.

¿Qué proyectos literarios tienes actualmente entre manos? ¿Podemos esperar nuevas publicaciones próximamente?  No paro de escribir. Siempre tengo algo entre manos, ya sea para mi blog Las plumas del mochuelo, para mi serie Viene de lejos, de Instagram, o para concursos literarios. Cada tanto reúno una selección de relatos y la publico en Amazon. Es mi manera de mantener el flujo creativo en movimiento y de compartirlo con quienes siguen mi trayectoria. Además, estoy terminando mi primera novela, donde abordo ciertos pasajes de la vida sentimental de un adolescente en los años sesenta, en la Argentina de Onganía. Y como si esto no bastase, soy vicepresidente de la Asociación de Escritores Alhistorias, para la que no dejo proponer y elaborar nuevas ideas junto a unos magníficos compañeros de equipo.

¿Cómo ha sido tu experiencia participando en certámenes literarios en España, viniendo de Argentina? ¿Ha habido diferencias culturales que hayan influido en tu escritura o recepción?  Como ya comenté, mi etapa literaria en Argentina puede considerarse nula; emigré en 1973. Es decir: llevo en España cincuenta y tres años —toda una vida— y nunca tuve problemas para participar ni en los certámenes ni en los círculos literarios. Eso sí, las diferencias lingüísticas las arrastro desde el primer día. Con los años he llegado a una conclusión: el idioma más difícil de hablar es el tuyo en otro país donde se expresan en tu misma lengua. Después de más de cinco décadas, cuando ya estás convencido de que entiendes y te entienden todo, descubres expresiones que siempre has usado mal. Hoy fundo las dos versiones en un argentino «agallegado». Pero amo este idioma y creo que la mezcla lo enriquece.

Para finalizar, ¿qué consejo darías a quienes desean comenzar a escribir, pero no se atreven a dar el primer paso?  Les diría que lo intenten, y si no sale, que lo intenten de nuevo tantas veces como haga falta. Para escribir no hace falta una sensibilidad especial, solo la que cada uno trae de fábrica. Lo que más frena a quienes quieren escribir suele ser la vergüenza, el miedo a no hacerlo bien, el temor a las comparaciones y al ridículo. Pero eso forma parte del aprendizaje. A escribir se aprende leyendo y escribiendo mucho. Y cayéndose. Porque si no te caes, no aprendes a levantarte por más que te lo expliquen. Y, por último, que tengan presente que el escritor perfecto no existe.

Sabemos que estás vinculado a la Asociación Alhistorias. ¿Podrías contarnos cómo surgió tu relación con ella y qué significa para ti formar parte de este proyecto cultural?  Soy uno de los socios fundadores y ocupo el cargo de vicepresidente. Para mí, esta asociación representa la oportunidad de hacer por los escritores noveles o poco conocidos lo que nadie hizo por mí: tender una mano, abrir un espacio, ofrecer herramientas para visibilizar sus obras. Como sabrás uno de los pilares de Alhistorias es el trabajo en equipo. El mundo literario, normalmente solitario y competitivo, puede convertirse en un maravilloso espacio de colaboración si hay una estructura que lo facilite. Hoy en día, la lucha individual es cada vez más dura, y pertenecer a un colectivo como este resulta gratificante.

Desde tu experiencia, ¿qué papel crees que juegan asociaciones como Alhistorias en la difusión de la literatura y en el impulso a autores contemporáneos?  Las asociaciones como Alhistorias son esenciales. Cumplen un papel que los grandes circuitos editoriales no pueden ni quieren cubrir: el de acompañar, formar, y motivar a los que recién empiezan. Nosotros no pedimos credenciales ni historial, sino compromiso y voluntad de crecer. A través de Alhistorias he visto a muchos autores que ni se lo habían planteado; descubrir su voz, presentarse a concursos, corregir con otros, o publicar por primera vez. Las asociaciones construyen comunidad. Y eso —en estos tiempos donde lo literario parece cada vez más solitario o comercial— tiene un valor enorme. En Alhistorias, el respeto por la palabra ajena, la mejora del grupo y la pasión por acercarnos a la sociedad lectora es fundamental. Que un autor encuentre su lugar, su gente y su impulso para seguir escribiendo es, para mí y para todo mi equipo, uno de los mejores logros posibles.

 

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