Un día empecé a ponerme en contacto con editoriales y la sorpresa fue mia cuando recibí un correo de Manuel García Viñó, y de sus letras un fluir de palabras bonitas hacia mí y hacia mi trabajo.  Un honor haber podido contactar con él y que sea hoy el mismo Manuel el que me conceda esta entrevista para Alquibla. Para mí hoy una de las entrevistas más profundas publicadas hasta ahora.

Yo, cuando concibo una novela, inmediatamente abro una carpetilla, en cuya cubierta pongo el título, si ya lo tengo.

Manuel, he leído recientemente una crítica de Miguel Baquero a tu última novela, “Jaramagos y otras flores amarillas”, cuyo primer párrafo –de la crítica– dice textualmente lo siguiente: “Si hay un nombre maldito en la literatura de aquí, nuestro país, y ahora, la actualidad, es el de Manuel García Viñó. Un autor “maldecido” —casi mejor así, para que nadie pueda percibir un rasgo de complacencia o pose— desde que allá por los años sesenta publicó su libro “Novela Española Actual”. ¿Te consideras un escritor maldito? Hay que reconocer que, desde que Paul Verlaine publicó su libro Les poétes maudits el malditismo tiene un altísimo rango literario, pero yo, a través de los conocimientos que he tenido de los considerados tales, lo he asociado siempre con tabernas cochambrosas, bohemia, hambre, ausencia de jabón, largas pelambreras, capas y vagancia. No hay una razón seria para ello, pero así ha sido. De manera que prefiero que me llamen silenciado, incluso puteado. Una definición del maldito, de hecho, y se trate de poeta, novelista, pintor o escultor, seria la de que, a pesar de su valía, es incomprendido, ignorado, marginado… En mi caso, no se puede hablar en absoluto de incomprensión –a mí se me entiende todo–, sino de silenciamiento, de ninguneo.Entrevista a Manuel García Viñó, escritor

¿Y cuál crees tú que ha sido la razón de esa actitud hacia ti? A pesar de que todavía hay extremos que no termino de comprender, objetivamente la veo muy clara. A pesar de que en muchas ocasiones me ha hecho sufrir, en el fondo es una historia muy bonita. Cuando me vine a Madrid, a trabajar como secretario adjunto del Ateneo y redactor-jefe de “La Estafeta Literaria”, con veintinueve años y recién casado, ya había publicado dos novelas en México y, sobre todo, colaborado intensamente en la creación y puesta en órbita de la que se llamó “Generación Sevillana del Cincuenta y Tantos”, en la que estaban también Manuel Mantero, Aquilino Duque, Julia Uceda, María de los Reyes Fuentes, José María Requena… Dado algunas conferencias en defensa del Arte Moderno y escrito muchos artículos y mis primeras críticas literarias. Pero, aunque he publicado una docena de poemarios, lo que a mí me interesaba era la novela.

¿Fueron difíciles los comienzos? En justicia tendría que decir que no. Normales. Lo difícil vino después. Para publicar mi primera novela “española”, “Nos matarán jugando”, en la Editorial Cid, vinculada a la SER, tuve dos padrinos de lujo: José Luis Castillo Puche y Juan Luis Alborg. Buenas críticas, según las cuales yo era “una gran promesa”. De la siguiente, “La pérdida del centro” –cerca de cuarenta críticas, algo imposible hoy, incluso para los mimados del sistema–, se llegó a decir que era el buque insignia de mi generación. Según dicen los prudentes, y creo que con razón, si yo hubiese seguido por la misma senda,  sin meterme a arreglar el mundo, otra hubiese sido mi carrera.

¿Te pusiste a arreglar el mundo? Verás. Yo ya había oteado de sobra el panorama y escrito algunos artículos contra la clase de novela que se hacía en España. La de realismo costumbrista y la de realismo social. Todo el que empezaba, quería imitar a Cela, un formalista que no había tenido en su vida una sola idea, y a un provinciano mental como Miguel Delibes, que creía que las tres divinas personas eran la boina, el chuzo y el porrón. Yo odiaba el casticismo, negaba con fuerza que la espina dorsal de la literatura española fuese el realismo. Sin salir de aquí, y a solas, me formé en Europa. Novelas y ensayos, sobre todo, franceses, fueron configurando mi concepción del arte literario. Y aquí quiero decir algo que me satisface sobremanera: he podido comprobar que en mi primera, primerísima novela, “El caballete del pintor” (México, Latinoamericana, 1957) cumplí, sin ser consciente de ello, con la normativa que he explayado en mi “Teoría de la novela” (Anthropos, Barcelona, 2005 ¡medio siglo más tarde!)

Cuarenta y ocho años, para ser exactos… ¿Continua la historia? Su mejor parte. El crítico literario barcelonés José María Castellet, director literario de Seix Barral, que  había sostenido teóricamente el movimiento de la novela social, se dejó caer, en 1962, con un libro, “La hora del lector”, en el que decreta el fracaso literario del movimiento y se apunta a uno de signo completamente diferente: el objetivismo, escuela de la mirada o “nouveau roman”. Y yo, que, pese a mi europeismo vocacional, no había dejado de atender lo que acontecía a mi alrededor, caigo en la cuenta de que, justo en 1962, cuando  Castellet manda al limbo la novela social, se publican en España cinco novelas, de autores de más o menos la misma edad –nacidos entre 1926 y 1929–, que no se conocían entre sí y que ofrecen una serie de características comunes de concepción del género –universalismo, intelectualismo, valores estéticos que no eran precisamente los del lenguaje florido de los castizos, consideración de la realidad invisible junto y aún por encima de la visible, innovaciones técnicas y estilísticas y un inconformismo ante el mundo y la sociedad de mayor alcance que el que únicamente alcanzaba al régimen político local–, que los hermanan con los novelistas que están laborando en ese momento en Europa y en América. Dichas novelas eran –son—“El borrador”, de Manuel San Martín, “Las llaves del infierno”, de Carlos Rojas; “Homenaje privado”, de Andrés Bosch; “Cuando amanece”, de José Vidal Cadellans, y “La pérdida del centro”, de Manuel García Viñó. Lo que más hermanaba a los protagonistas de estas historias era que encarnaban una actitud inconformista de mucho más largo alcance que la del inconformismo social al uso, aunque también. Los cinco eran –son—estudiantes universitarios, que miran la vida desde dentro y desde fuera, haciendo de ella no ya una crítica elemental, basada únicamente en determinaciones económicas, sino en un análisis en profundidad, en busca de su sentido, teniendo en cuenta también las tensiones provenientes de esa realidades fundamentales que son la posible o imposible religación, el tiempo, el amor, las ideas, el ser, el mundo y la muerte.

Y  a escribir un libro. ¿Cómo lo has adivinado? Aquello se tenía que saber y, si no lo decía yo, ¿quién lo iba a decir? Pasé un tiempo de verdadera zozobra. Yo no pensaba en posibles consecuencia negativas. En lo que pensaba era en que me iba a echar encima una tarea muy pesada y ello iba a ir en detrimento de mi obra de creación. Finalmente, me decidí a hacerlo. Me quemaba. Una amiga, profesora de español en la Universidad de Montpellier, me dijo: “Tu quieres ser novelista ¿no? Pues meterte a juez y parte no te va a beneficiar”. Yo le dije que se me había aparecido la  Virgen y que me había ordenado hacerlo. Fueron tres o cuatro años de leer novelas y redactar. Algunos capítulos los adelanté en “Punta Europa” y “Nuestro Tiempo”. Terminado, me lo contrató Guadarrama para su colección “Crítica y Ensayo”, pero después retrasó su salida más de un año, para que fuera uno de los primeros números de una nueva colección, “Punto Omega”.

¿Consecuencias? Tremendas. La polémica que suscitó “Novela Española Actual” (1967) fue tan grande que la recopilación de críticas, entrevistas, artículos, con breves comentarios, me dio años después (1975) para un libro de más de doscientas páginas “Papeles sobre la’‘nueva novela’ española”. Que a Cela ni lo nombrara escandalizó. Lo mismo que el hecho de que me cargara a Delibes, casi casi también, a Carmen Laforet y a los principales novelistas sociales: Antonio Ferres, Armando López Salinas y Jesús López Pacheco. Por otra parte, era el primero que se ocupaba extensamente de Álvaro Cunqueiro, Ana María Matute, Torrente Ballester, Rafael Sánchez Ferlosio, José Luis Castillo Puche, Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Luis Martín Santos y los entonces desconocidos Carlos Rojas, Andrés Bosch, José Tomás Cabot, José Vidal Cadellans, Manuel San Martín y Antonio Prieto. El libro, que agotó una primera edición de diez mil ejemplares –luego hubo otras dos— tuvo una muy favorable acogida en la América Latina y en las universidades estadounidenses. Durante varios años, no hubo doctorando norteamericano que no “peregrinase” a mi casa. Pero, resumiendo, mientras en la revista “Sic” de Caracas, opinaron que si yo hubiese apurado un poco más mis tesis, habría ido a parar a la cárcel o al exilio, aquí me acusaron de ser del Opus y un esbirro del capitalismo. Fíjate: justo en los días en que yo empezaba mi camino hacia el ateísmo me colocaban poco menos que las sagradas órdenes. Y me consideraban derechón capitalista cuando las estaba pasando canutas para sacar adelante cinco hijos, entre cero y siete años. Tuve ilustres valedores, ciertamente, como los profesores Mariano Baquero Goyanes, Juan Luis Alborg y Rafael Benítez Claros, y los críticos Manuel Cerezales (marido de Carmen Laforet), Antonio Valencia, Domingo Pérez Minik, Juan Ramón Masoliver, Ángel Marsans, Fernando Gutiérrez, Horno Liria, Segado del Olmo, el propio Rafael Conte, que luego consideró oportuno situarse contra mí.. Pero los enemigos me llovieron caudalosamente, empezando por todos los novelistas que no figuraban en el índice del libro. Quienes repartían el bacalao en aquel momento –bacalao político, que no literario-, encabezados por los profesores Gonzalo Soberano e Ignacio Soldevila, quienes decretaban marginaciones y ostracismo, consideraron de derechas defender la estética literaria y el pensamiento existencialista. Yo nunca he comprendido que contra un  libro que defendía la novela culta y los valores estético-literarios se ganara la enemistad de unos profesores universitarios. Manolo Mantero me escribió desde la Michigan University: “Has sabido ver la contingencia de la novela social y eso no te lo perdonarán “. Y tanto que no me lo han perdonado.

Desde bien joven, sentiste admiración por la literatura y decidiste ser escritor. ¿Cómo fueron los comienzos? Yo sé bien que ocurrió, pero no cómo ni por qué. En mi familia no había precedentes. Sé lo que me atraía la asignatura de Literatura. Y recuerdo que, cuando nos ponían a hacer una redacción, yo le daba forma de cuento, imitando a los autores que frecuentaba entonces. Porque la vocación de escribir siempre va precedida por la afición a leer. Creo que hasta el escritor que después será muy original, empieza imitando lo que concuerda con sus gustos y su disposición

Uno de los primeros libros que te llamó la atención, según he leído, fue la Historia de la literatura española de Guillermo Díaz Plaja, ¿no? Bueno, no se trató propiamente de un solo libro. En el colegio de los maristas, entre cuarto y séptimo de bachillerato, estudiamos la literatura española, la universal, la teoría de los géneros literarios, la lengua, todo, en libros de Díaz Plaja. Me entusiasmó la forma en que exponía y cómo hacía amar a nuestros clásicos. Quién me iba a decir a mí que aquel hombre a quien tanto admiraba, pasados los años, me citaría en su discurso de ingreso en la Academia, a propósito de mi libro sobre las leyendas de Bécquer

¿Cuál fue, en tus principios, tu poeta/escritor/novelista…? Eso sí que lo tengo claro. Cuando empecé a escribir, empecé también a leer. Lo leía todo. Y  seguro que aprendí de todos los autores que leía. Pero hubo dos que ejercieron sobe mí especial magisterio: Edgar Allan Poe y Gustavo Adolfo Bécquer

Debe tener una colección bastante extensa de libros de literatura, ¿cuál es el que guarda con más cariño? ¿Y el más antiguo que tiene o que conserva en un lugar privilegiado? Mi biblioteca tiene unos doce mil volúmenes. Cierto que no los he leído todos, pero también he leído muchos en la Biblioteca Nacional. Conservo con cariño el Quijote reducido para niños que teníamos en la clase de lectura de ingreso. No soy bibliófilo, pero conservo y valoro una primera edición de La Regenta.

Tu método de trabajo. ¿Qué aconsejarías a uno que empieza? Yo creo en la conveniencia de tener un método de trabajo. Pero también creo que se trata de algo muy personal, y que cada uno debe tener el suyo, adecuado a su manera de ser, sus circunstancias y su disponibilidad de tiempo. Lo que sí me atrevo a aconsejar, sobre todo en el caso de la novela, es que hay que saber a donde se encamina uno, y trabajar con vistas a ese fin. Un fin que después puede cambiar pero que, entretanto, es la base de la estructura.

En su “Filosofía de la composición”, decía Allan Poe que el primer verso que hay que tener de un poema es el último y que éste debe ser el mejor, de manera que si se cuenta con uno anterior todavía mejor, hay que rebajarlo. Mi método. Yo, cuando concibo una novela, inmediatamente abro una carpetilla, en cuya cubierta pongo el título, si ya lo tengo. Si no, pongo “Novela sobre…lo que sea”. Vienen entonces unos días febriles, de pensar y pensar –en la cama, por la calle, en la ducha—y tomar notas. Cuando creo que tengo suficiente material empiezo a escribir y escribo lo equivalente a un capítulo. Entonces me paro y no vuelvo a retomarla hasta pasados dos o  tres años. No sé por qué, pero siempre ha sido así. Únicamente “Congreso de burladas” la escribí de un tirón, en dos meses. En los años 70, tenía ocupadas las mañanas y las tardes. Escribía los fines de semana y, para ponerme en situación, tomaba anfetaminas. Los estragos que aquello produjo en mi sistema nervioso, ya castigado por un trastorno bipolar congénito, hicieron que mi mujer me exigiera la promesa de  que no volvería a tomar anfetas.. Para escribir ensayo nunca he necesitado de ningún requilorio.

¿Qué tal el ambiente literario?  Ese es un tema importante. Como formando parte del método hay que considerar lo que yo llamo el caldo de  cultivo. Caldo de cultivo literario, caldo de cultivo espiritual y caldo de cultivo existencial. Esto, a veces, se lo encuentra uno, pero otras hay que fabricárselo. En  los años 50 y 60, aquí andaba  casi todo el mundo , como te he dicho antes, inmerso en el realismo costumbrista y castizo dominante, en el tremendismo anticultural de Cela y en la ignorancia de la novela intelectual y la novela esteticista que se hacía en Europa y los Estados Unidos. Por manera de ser, formación (autoformación) y gustos personales yo me alejé en seguida del culto al porrón, la boina, el chuzo, las sardinas al martirio, los calamares, los regüeldos, etc., como me alejé de las tascas, del café Gijón y de las novelas de Miguel Delibes, un señor que consideraba demoníaco el progreso, al que oponía, como portador de la autenticidad humana, a un fulano que no se lavaba, con sólo la mitad de los dientes y que comía ratas, “con una pinta de vinagre”. Leí filosofía, teología, sociología, historia general, historia de las religiones, estética, antropología, física teórica –sobre todo cosmología– y novelas que iba de vez en cuando a buscar a Paris. (No hay materia que pueda dejar de interesar al novelista) Mantenía continua correspondencia con Andrés Bosch y Carlos Rojas, que pensaban como yo y, cuando el segundo, que era profesor en la Emory University (Atlanta) venía a España yo iba a Barcelona y los tres hablábamos horas y horas. Mi amistad con el genial novelista rumano Vintila Horia también me fue de gran utilidad para mi formación. No sólo le hice ascos al casticismo, sino que fui vocacionalmente un escritor europeo, incluso antes del Mercado Común. De lo español, me sumergí sobre todo en los clásicos y en los del Noventa y Ocho. (Hace poco, me invitaron a dar una charla en uno de esos que llaman talleres de literatura. Todos aquellos jóvenes conocían “El Código da Vinci” ¡pero ni siquiera sabían lo que era la picaresca…!) /  Mi elección fue enteramente subjetiva, pero no me cabe duda de que, también objetivamente, la acertada. Lo cual no quita para que, materialmente, me fuera perjudicial. Y es que en este país de castizos y de  catetos los afrancesados siempre hemos ido vistos con malos ojos, como  gente indeseable a la que hay que borrar del mapa. Decía Valle Inclán que España es una deformación grotesca de la cultura europea. Zaragatera y triste, como decía Antonio Machado. Mientras Europa vivía el siglo XX, el siglo más creativo de la Historia, aquí andaban ensarzados en guerras tribales. Aquí se pusieron muy contentos, y todavía lo están, porque España permaneció neutral en las dos guerras mundiales. Yo esto lo leo de otra manera: en dos ocasiones en que Europa se jugó su destino España no tuvo nada que decir. En todos los milenios pasados y estoy seguro que muchos venideros nunca han estado activos a la vez tantos cerebros de primera magnitud, tanto en las ciencias como en las artes. Pero fíjate: si tomas un libro de Filosofía, de Antropología, de Sociología, de Estética, de Física, de Cosmología, de lo que sea, y te vas al final, a la bibliografía, no encontrarás ni un solo nombre español. Porque España no ha aportado nada ni a la ciencia ni al pensamiento de Occidente. Y todavía hay cretino que dice y repite que “España va bien”. ¿En qué? Mira este dato: Rumanía, un país pequeño y paupérrimo, ha aportado al mundo, en el siglo XX, estas seis luminarias universales: Mircea Eliade, Ionesco, Brancusi, Stephane Lupasco, Vintila Horia y Ciorán… En cuanto a los que aquí osan llamar “países de nuestro entorno –Alemania, Francia, Italia, Reino Unido—nos perderíamos en la cuenta.

¿Crees que la literatura se ha ido degradando o, al contrario, ha ido avanzando? Sin la menor duda, se ha degradado. Y con estruendo. La caída ha sido como desde las cumbres nevadas a las cloacas. Y lo más canallesco es que la culpa la han tenido quienes por principio tenían que defenderla: los propios escritores, los profesores y los críticos… (Hablo en términos generales, claro)… Empezando por los editores. El género más perjudicado ha sido la novela. La novela, desde Aristóteles, ha estado excluida de la poética. Los neoclásicos la desdeñaron, en comparación con géneros más nobles,  como la épica y la lírica. En nuestra época, algunos como Valéry la excluían del arte literario “por su prosaísmo”. No cabe duda de que, ni con toda la mayor buena voluntad del mundo, se podían considerar artísticas aquellas grandes, colosales, inmensas creaciones de mundos del siglo XIX. Ni sus creadores creo que lo pretendieran. “La feria de las vanidades”, “David Copperfield”, “Madame Bovary”, “Los hermanos Karamazov”, “Fortunata y Jacinta” son eso: mundos otros, con toda la riqueza psicológica y humana, moral e intelectual que era posible que tuvieran. Y ese parecía ser el destino del género narrativo cuando se produce un cambio de orientación propiciado por el nuevo paradigma que arrumba el surgido de la mecánica absolutista  de Newton y lo sustituye por el que levantan la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Lo mismo que ello influye en la pintura influye también en la novela. Consciente o inconscientemente, los novelistas se desentienden de psicologismos, sentimientos, personajes y aventuras, dejan de pretender ilustrar la historia y se vuelven sobre la literatura. Y así surgen, a partir de principios del siglo XX, los Joyce, Kafka, Faulkner, Virginia Woolf, Huxley, James y los miembros de la escuela que se llamó “nouveau roman”, empezando por Robbe-Grillet y Samuel Beckett. A mi juicio, las dos novelas paradigmáticas de esta revolución, sin valores éticos, pero con todos los valores estéticos son “La ruta de Flandes”, de Claude Simon, y “El empleo del tiempo”, de Michel Butor. Pues bien, el ascenso en  la escala que esto suponía se vio truncado por la irrupción del capitalismo en la edición. Un legendario editor italiano, Giulio Einaudi, había dicho: “Un libro se publica si es bueno, y no se publica si no lo es. Cualquier consideración comercial viene después”. En el último cuarto del siglo, los editores, empezando por los norteamericanos, se hacen el siguiente planteamiento: “ya hemos sacado dinero hasta de los desechos, ¿cómo podríamos sacar dinero de los libros?” Pues volviendo a novela de entretenimiento, a la novela de tema, rebajando su calidad para ponerla al alcance de las mentes más romas. Y lo que decía antes: los escritores se prestan al juego, que críticos y profesores secundan. El libro, de ser el valor de uso que siempre fue, se convierte, lo convierten, en valor de cambio. Se lo rodea de una parafernalia de marketing, publicidad indirecta y otra serie de trucos para fabricar nombres, como nombrar académico al contable de Prisa, Juan Luis Cebrián, negándole la entrada al genial fonólogo Antonio Quilis. O al ridículo epígono de los entreguistas del XIX, Pérez Reverte, dejando fuera a José Luis Castillo Puche. Ni siquiera hay que ser un experto para ver que los que más venden hoy, como Muñoz Molina, Almudena Grandes, Javier Marías, Maruja Torres, Eduardo Mendoza, etc. son los más pedestres, los que menos saben de literariedad. Y, en este punto,  se hace preciso decir que los valores estéticos de la novela no radican en el lenguaje, como se suele creer en España, como creían Cela y Umbral, que no eran propiamene novelistas (el primero sí lo fue en “La famlia de Pascual Duarte”). Aquí se  cree que novelar es ponerse a contar cosas con lenguaje florido. El lenguaje basta con que sea funcional y correcto. Los valores estéticos de la novela, que aquí confunden  muchas veces con el relato, dependen fundamentalmente de la composición y del extrañamiento, y de levantar una realidad objetiva,  con el mayor bulto, consistencia y expresividad. A mí se me ha borrado del disco duro un ensayo sobre “Las cerezas del cementerio”, de Gabriel Miró, en el que explicaba todo esto con una extensión con que no lo puedo hacer aquí.

¿Cuántos libros aproximadamente ha leído o corregido a lo largo de su vida? Eso es imposible calcularlo. Muchos, desde luego, pero creo que menos de los que aparento. Aparte de en mi época de la universidad, soy muy mal lector. Lo que sí creo es que he seleccionado con buena vista, y nunca he obedecido esa tonta máxima que dice: “Ya que lo he empezado…” Ni la de estar al día de todo lo que se publica. Siempre he leído en función de lo que estaba haciendo y, por supuesto, más ensayos que novelas.

¿Cuál fue la primera novela que escribió y en qué se basó para escribirla?  Mi primera novela fue “El caballete del pintor”, que es el nombre de una constelación del hemisferio austral. Me basé en lo que tenía en la cabeza. Yo creo que la novela tiene que salir de la imaginación. Personalmente, rechazo el realismo y, más todavía, el realismo costumbrista.

¿Sus novelas tienen parte autobiográfica? Pues, a pesar de lo que digo de la imaginación, en algunas de mis novelas hay autobiografía, sí. Modificada, claro.

Cada etapa de su vida ha estado marcada por unos acontecimientos que se han reflejado en sus novelas… Más por acontecimientos  culturales y líneas de pensamiento, que por hechos históricos concretos. Hay un tipo de novelas, válido, cuyo objetivo es ser ilustración de la historia. A mí me interesan más las ideas y los valores estéticos.

Antonio Zoido, en una crítica, lo define como <<un escritor que no es fácilmente catalogable>>, ¿a qué cree que se refiería con esas palabras? Seguramente a que siempre he escapado de lo  rutinario. A que no he atendido a las modas

¿Qué consejo le daría a un escritor novel que se inicia en el mundo de la literatura? Creo que ya he respondido extensamente con anterioridad a esto. Recordaré lo que he dicho de la formación universalista, el caldo de cultivo, etc. Aunque no sea absolutamente necesario, los pintores cuentan con las facultades de Bellas Artes, las Escuelas de Artes y Oficios, el taller de un maestro, para aprender la técnica que tiene que estar en la base de todo arte. El escritor se tiene que formar a solas, leyendo y reflexionando sobre lo que ha leído.

¿De quién ha aprendido? ¿Ha tenido algún maestro? ¿Se siente influenciado por algún escritor? He aprendido de todos. De algunos mucho más que de otros, porque en este aspecto funciona lo que Goethe llamaba las afinidades electivas.

Actualmente está al frente de La Fiera Literaria, ¿qué labor se desarrolla en la misma? Entre 1985 y el año pasado La Fiera fue un modesto boletín de papel. Luego fue esto y una web. Ahora es sólo una web. Sin falsas modestias afirmo que es, con mucho, el mejor libelo que se  ha hecho en nuestra lengua. Nos han atacado con encono, pero no hay más que comparar la calidad de los que nos atacan –los comprometidos con el comercio del libro— y la de los que nos defienden. Quien lo quiera comprobar que consulte www.lafieraliteraria.com . En el sumario que aparece a la izquierda, abajo del todo, puede encontrar una opción que dice “Opiniones sobre La Fiera”. Desde los elogios de los profesores  Alonso Zamora Vicente, Fernando Lázaro Carreter, Felicísimo Valbuena, Martínez Cachero, Antonio García Trevijano, Juan Goytisolo, Carlos París, Vidal Beneyto hasta el hecho de haber sido objeto de ponencias en congresos –el último el Congreso de Hispanistas de Australasia, en la universidad de Melbourne, en nuestras antípodas–, hay infinitas pruebas de lo en serio que se ha tomado nuestra actitud de honradez, libertad e independencia. Añadiré que nuestros campos de actuación han sido la crítica literaria propiamente dicha, la crítica de la crítica y la denuncia de la industria cultural y sus manejos: elogios comprados, publicidad encubierta, premios achanchullados, etc.

¿Cree que las redes sociales y la difusión por las mismas son el futuro?  Yo creo que la informática es el futuro, por supuesto. Que ese futuro sea mejor o peor que el presente o el pasado queda por ver. Pero, aunque se llegue a la conclusión de que es peor, no se podrá remediar nada. En cuanto a las redes sociales, desde el principio no les he hecho caso. Diariamente me asaetan con múltiples invitaciones, que inmediatamente borro. Sé de sobra que, cuando a la gente le dan oportunidad de hablar no dice más que tonterías. Y más la gente de por aquí, uno de los colectivos más incultos e ignorantes del planeta. Desde mi punto de vista, la desaparición del libro tradicional será un desastre espiritual. El lector de libro electrónico tendrá menos dosis de alma. Y conste que una editorial me ha ofrecido publicar todas mis obras en e-book y he firmado el contrato. Ya han salido cuatro obras. Pero, volviendo a la informática: fíjate en como se ha acelerado la historia, que fue anteayer cuando Marshall McLuhan nos habló de “La galaxia Gutenberg”. Hoy, el mismo nos habla de la aldea global.

¿Tiene en proyecto alguna novela? Sí, “El último papa”. Pero hace más de un año que no tengo disposición de ánimo para trabajar en ella.

¿Qué opina de Alquibla, https://www.alquiblaweb.com, como página de difusión de la cultura?  Que es perfecta. Si no lo creyera así, no estaríamos ahora con esta charla.

Un sueño, un deseo… Cuando, como es mi caso, ya no se tiene futuro, no se pueden tener sueños ni deseos.

Entrevista a Manuel García Viñó escritor
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Editado en Alicante por Eva María Galán Sempere
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