La poesía renacentista, heredera básicamente de Dante y Petrarca, impregnó entre los siglos XV y XVII zonas alejadas de ese origen italiano: de hecho floreció con mayor intensidad que en ningún otro lado en España, Francia e Inglaterra. Estos tres países tomarían también el relevo en el proceso que supuso la transición del espíritu renacentista a las concepciones neoclásicas, proceso que tendría su más alto exponente en el teatro francés del siglo XVII y, en menor medida, en el surgido en Inglaterra a partir de la restauración de los Estuardo.

Pese a que en general se presta más atención a las artes plásticas y la arquitectura de la época, el Renacimiento está también plenamente representado en sus poetas. Su interés por el saber clásico, su reacción contra el oscurantismo que pensaban había presidido los siglos anteriores, el optimismo y la confianza en el descubrimiento del mundo y del hombre, son elementos clave en la poesía de este período, aunque en ella asomen también las primeras manifestaciones del que será uno de los grandes temas de la tradición literaria europea, a partir del romanticismo: la angustia.

LA POESÍA RENACENTISTA

Una de las características de los poetas del Renacimiento fue la devoción por la antigüedad clásica, sobre todo en lo literario y en los presupuestos emocionales de la vida pagana. Estaban convencidos de que la poesía era capaz de elevar la mente y ensanchar el espíritu, por lo que tenían una alta idea de su vocación. Esto explica su voluntad de acometer grandes proyectos estructurales y la amplitud y hondura de su temática: el amor, la guerra, la muerte, el tiempo, la naturaleza, la belleza fueron los protagonistas de sus obras.

Por lo que hace a sus antecesores, hay hacia ellos un movimiento dual de continuidad y rechazo; lo primero por la común herencia emocional y redentorista del cristianismo, y lo segundo por las novedades que les ofrecía su tiempo. De estas tensiones son buen ejemplo los ingleses Edmund Spenser y Sir Philip Sidney, los franceses Pierre de Ronsard, con su grupo de la Pléiade y Joachim du Bellay o los italianos Pietro Bembo y Torquato Tasso.

INSTRUCCIÓN Y HERENCIA CORTÉS

No obstante la gran cantidad de poesía ligera que se escribió durante este período, existía la convicción central de que la poesía debía ser instructiva, amén de agradable para el lector. Esta creencia en el carácter edificante de la poético partía de fuentes clásicas, en especial Platón, Aristóteles y Horacio, y está presente en las «doce virtudes morales» que se plantea Spenser en La reina de las hadas, en el heroísmo como superlativo de lo moral de la Jerusalén de Tasso y en la correspondencia entre las acciones divinas y las humanas planteadas como ideal por Milton en El paraíso perdido.

Pero estas altas inspiraciones iban también acompañadas por consideraciones prácticas, la central de las cuales era que el poeta tenía que vivir, y para ello ganarse la estima de uno o varios nobles y aristócratas que sufragaran su manutención, aunque debiera recurrir para ello a mecanismos adulatorios. Spenser, Sidney, Ronsard y Tasso fueron otros tantos modelos de cortesanos y Ludovico Ariosto se queja en sus cartas confidenciales del tiempo que le insumían estas actividades en la corte de los duques de Este. El desempeño de papel de amante, real o pretendido, resultaba casi indispensable para el poeta en funciones de tal. El amor podía ser erótico, romántico o platónico o una mezcla de las tres cosas. De esta forma perduró la tradición medieval del amor cortés, espiritualizada aún más si cabe por el aura del neoplatonismo.

LA EPOPEYA RENACENTISTA

La epopeya o «poema heroico» es el género más ambicioso, ya que exige un tema descollante, mucho tiempo para dedicarle y un gran aliento poético por parte de su autor. Tasso pasó años componiendo y revisando la Jerusalén liberada, su romántica aunque sin duda grandiosa epopeya sobre las cruzadas, mientras que Spenser murió sin poder concluir La reina de las hadas.

La epopeya fue también vehículo para manifestar el orgullo patriótico, uno de los sentimientos típicos del Renacimiento, y en ese sentido su expresión más alta en Los Lusíadas, el poema nacional portugués debido al tumultuoso talento lírico de Luis de Camões, y que se basa en la exaltación de los viajes oceánicos de los marinos de su país. La homologación de un héroe propio con un mito universal refuerza el carácter de epopeya nacional del poema en cuestión.

En el mismo sentido, y como la obra más tardía y relevante de la poesía renacentista, hay que considerar la gran epopeya cristiana que es El paraíso perdido (1667), del formidable erudito y poeta John Milton. En este poema, que narra la rebelión de Satán y la expulsión del Edén de Adán y Eva, persiste una concepción medieval del mundo, pero magistralmente contrapuesta y armonizada con los valores del Renacimiento. Esta síntesis lo convierte en el ejemplo supremo de la voluntad y la confianza características de la poesía de su tiempo, a la vez que participa de la exhuberancia y la energía inseparables de la palabra barroca. Por todo ello Milton se convirtió en el último gran poeta del Renacimiento y a la vez en una de las influencias más perdurables  en la poesía de los siglos posteriores.

EL TEATRO CLÁSICO FRANCÉS

El redescubrimiento del clasicismo grecolatino, en un aspecto menos hereditario de lo que lo había entendido el Renacimiento y mucho más formal, dará lugar a la aparición de la estética neoclásica, que hará prevalecer la razón sobre la emoción, que se preocupará por la búsqueda de ideas y experiencias de validez universal y que tenderá a un estilo caracterizado por la claridad, el autocontrol y la dignidad. Todos estos elementos confluyen del modo más brillante, en el teatro clásico francés del siglo XVII.

En su Poética, Aristóteles preconizaba la organización unificada de la tragedia. Escritores posteriores, entre los que destaca el influyente crítico renacentista italiano Ludovico Castelvetro desarrollaron las ideas de Aristóteles en un conjunto de normas, que denominaron unidades.

La unidad de tiempo limitaba los acontecimientos que se desarrollaban en escena a un lapso de 24 horas; la de lugar, a un solo sitio; mientras que la de acción restringía los argumentos a una sola historia. Todo ello tenía por objeto aumentar la credibilidad del espectáculo. En la práctica, cuando se manejaba con destreza las unidades producían un teatro de gran fuerza y concentración, pero en la mayoría de los casos se quedaban en torpes maniobras encorsetadas por sus propias limitaciones.

Pierre Corneille comenzó escribiendo novelas, pero luego se atrevió con una tragedia clásica: El Cid (1637), basada en la vida y leyenda del héroe español, que planteaba el conflicto moral entre la pasión y el deber.

La obra tuvo un enorme éxito pero se ganó las iras de la recién constituida Académie Française porque rompía con el precepto de la unidad de acción. Corneille se sometió a la dictadura académica y escribió tres grandes obras que se ceñían escrupulosamente a las normas y que determinaron el camino de riguroso esplendor formal del clasicismo francés, que se puede sintetizar en dos pautas: tensión emocional manifestada en largos discursos retóricos, de estilo más elevado que natural; verso alejandrino que pasó a convertirse en el habla de la auténtica dignidad clásica.

Ya en la ancianidad, Corneille tuvo que admitir la existencia de un candidato apto para sucederlo en el trono del parnaso francés: Jean Racine, que recurría con gran habilidad y eficacia a fuentes griegas, latinas y bíblicas en la mayoría de sus obras.

Entre 1667 y 1672, Racine consolidó estas expectativas con sus tragedias Andrómaca, Británico, Berenice y Bayaceto, que exploraban los temas del rechazo emocional, la tiranía, el conflicto entre el amor y el deber, y la venganza. Pocos años después y ya en posesión de todos sus recursos, alcanzará la culminación de su dramaturgia con Fedra (1677), una parábola sobre la fuerza destructiva de la pasión, donde lleva a sus últimas consecuencias el formalismo neoclasicista, obtenido a la vez una de las mayores obras maestras de la literatura francesa.

El trío de grandes monstruos de la escena clásica se completa con el único de ellos que no sería un trágico sino el mayor de los comediógrafos de su lengua: Jean-Baptiste Poquelin, llamado Moliére que irrumpe con obras como Las preciosas ridículas, El cornudo imaginario, La escuela de las mujeres, Tartufo, Don Juan, El misántropo o El avaro, escritas entre 1659 y 1669, en las que presenta una insuperable galería de tipos humanos y de situaciones de enorme vivacidad dramática.

Inspirado en Plauto y Terencio, y en las improvisaciones de la commedia dell’arte italiana. Moliére desborda rápidamente este punto de partida para convertirse a su vez en maestro de generaciones posteriores de comediantes. No obstante, su mezcla de acidez y talento no colaboró a facilitarle la vida y le hizo granjearse numerosos enemigos.

OTROS CONTEMPORÁNEOS

El más influyente de los teóricos del neoclasicismo fue el poeta y crítico Nicolás Boileau, cuya Arte poética sería libro de cabecera de varias generaciones de estudiosos del movimiento, entre ellos los ingleses Dryden y Alexander Pope.

Entre los discípulos de Moliére, sin duda el más destacado es Pierre Marivaux, sutil analista de sensaciones y sentimientos, cuyas obras más perdurables son El juego del amor y del azar y Las falsas confidencias, ambas considerablemente más realistas que las de su maestro.

En otros países como en Alemania, la influencia del teatro clásico francés fue enorme, aunque no siempre beneficiosa: el sometimiento a la letra con el que lo exportó el crítico Johann Cristoph Gottsched acabó convirtiéndose en una cárcel expresiva para los jóvenes autores alemanes, hasta que Gotthold Ephraim Lessing consiguió liberarse con piezas como su comedia Minna von Barnhelm o su tragedia doméstica Miss Sara Sampson, que colaboraron notablemente en el hallazgo de un camino propio para el teatro alemán.

LA RESTAURACIÓN INGLESA

Exiliados en París durante los años del Protectorado de Cromwell, Carlos II y su corte regresaron a Inglaterra, en 1660, aficionados al teatro francés y a sus novedades.

De ese impulso surgió la llamada «comedia de la Restauración», que ofrecía una visión burlona de las costumbres de la sociedad londinense; juerguistas y lechuginos astutos, esposas sexualmente voraces y maridos celosos y aburridos, fueron los principales protagonistas de este teatro de intrigas sexuales, de estilo vivaz e ingenioso y en ocasiones bastante obsceno.

Entre los principales cultores del género cabe mencionar a William Wycherley, sir John Vanbrugh, George Farquhar y al mucho más elegante William Congreve, merecido triunfador desde el estreno de La forma del mundo, una pieza con diálogos brillantes y una seria reflexión acerca de las presiones sociales sobre el amor y el matrimonio.

La línea de la comedia social continuaría hasta convertirse en una verdadera especialidad británica de la que sería notables exponentes Richard Sheridan en el siglo XVIII, Oscar Wilde en el siguiente o Noel Coward ya en pleno siglo XX.

Aunque el trasvase de la experiencia francesa nunca llegó a producir en Inglaterra una verdadera tragedia clásica en esa línea más noble se cuentan algunos éxitos perdurables como la magnífica Todo por amor, obra en verso blanco del poeta y dramaturgo John Dryden.

Del Renacimiento al Clasicismo: Dante y Petrarca
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Editado en Alicante por Eva María Galán Sempere
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